Una lágrima puede expresar muchos momentos de felicidad, de una madre cuando un hijo tiene un reconocimiento, de un padre cuando ve por primera vez a su bebé, de alguien que ha estado esperando que se dé algo y llega el día de recibirlo; estos momentos inolvidables que se marcan en nuestras vidas y cada vez que regresan a nuestra mente los volvemos a vivir intensamente. Pero, no todas las lágrimas tienen esas razones; cuando estamos en situaciones difíciles que tocan lo más profundo de nuestro ser, esas lágrimas brotan y no se detienen, aunque quisiéramos evitarlas, indudablemente todos las hemos conocido y sabemos que debemos estar listos para asumirlas.
Cuando niña viví momentos muy tristes debido al maltrato que observaba en mi casa, semana a semana había acontecimientos que me hacían llorar, recuerdo las razones, pero entre todo eso hay un recuerdo que se hace mucho más vivo en mí memoria, es la mano de un familiar con su pañuelo secando mis lágrimas, esas lágrimas incesantes que salían de mis ojos, cuando quitaba el pañuelo volvían a salir.
Y así… seguí llorando hasta mis 14 años cuando tuve que separarme de mis padres por un tiempo…y ¿adivinen qué? dejé de llorar, tal vez porque la desilusión congeló mis lágrimas y se transformaron en rebeldía, y como respuesta al dolor que sentía decidí descuidar mis estudios y volverme rebelde e independiente. Después de obtener los primeros lugares en el colegio, empecé a ocupar los últimos, dejé de entrar a clases, empecé a salir con mis compañeros con quienes conocí el alcohol, había decidido dejar de ser la niña aplicada y responsable, al fin y al cabo, eso no me había servido de nada.
Esos meses en que mis padres decidieron mandarme a vivir con unos familiares, debido a una situación económica difícil, fue fácil para mi esconder lo que hacía, pues en la casa cumplía con todas mis responsabilidades y cuando salía mentía diciendo que iba a hacer tareas en una biblioteca que quedaba muy lejos.
Así sucedió semana a semana, hasta que un día esos familiares lograron convencerme de asistir con ellos a una reunión en una pequeña iglesia, en la que al final me preguntaron si quería que Dios viniera a vivir conmigo, y claro que sí lo quería, de hecho, lo necesitaba, pues no tenía a mis padres en esos momentos, y ni siquiera sabía si iba a volver a estar con ellos, así que esa noche le pedí a Dios que viniera a vivir en mí, me dijeron que El así lo haría, y la verdad, estoy segura que lo hizo. Durante unas semanas asistí a esa iglesia, y cuando hablaba con Dios (orar) no podía dejar de llorar, de igual manera esos familiares se convirtieron en mis amigos, con quienes no solo iba a la iglesia, sino que teníamos noches de ajedrez, parqués y largas conversaciones, atrás quedaron las visitas a la “biblioteca”, la cual realmente aún no había conocido.
Meses después volví a vivir con mi mamá, y comenzamos una historia diferente, hoy han pasado más de 15 años… (mucho más) y sigo siendo una mujer independiente, pero ya no para tapar mis vacíos, vivo en mi casa con Dios, a veces lloro, o tal vez…muchas, pero cada vez que lo hago, siento Su suave mano secando mis lágrimas.
¿Y tus lágrimas? ¿qué historia tienes con ellas?, ¿temes que alguien las vea? ¿Dejaste como yo en algún momento que la desilusión las congelara? O tal vez las escondes detrás de sonrisas fingidas. Mi historia con ellas la resume una de sus promesas “Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron.”
Hoy te pregunto ¿quién seca tus lágrimas? acércate a aquel que ha prometido hacerlo.
Linsay Rangel Z.
Impresionante Historia